Cuando las barbas de tu vecino veas cortar... (by MelguiFresh)

Yo, que soy más de barrio que los columpios (ya hablaré en alguna entrada de esto), he terminado por convertirme en un bicho raro dentro el desarrollo de las nuevas barriadas. Un ser humano en peligro de extinción. No tengo perro. No tengo hijos.  Menos mal que, al menos, reciclo. De lo contrario, sería el mismo belcebú.

                               Fuente: El Mundo



Hoy voy a hablar de uno de mis vecinos. Tiene un nombre bonito, vasco; fuerte, con personalidad. Con-tun-den-te. Este es de los que madrugan y aprovechan el día. Usa las zonas comunes como nadie y las calles del barrio fueron adoquinadas para soportar sus pasos. Hace poco estuvimos tres días sin verle, qué mal rato; qué agonía más indescriptible. No sé a lo que se dedica. Habla mucho por el móvil, casi siempre. Y vela por la calidad de vida en el barrio. Habrá que decirle que el contenedor de papel rebosa muy a menudo... También intercambia alguna palabra con el portero de la finca. Muy competente, sí señor. Porque, a mi ilustre vecino, le suenan todas las caras y sabe mucho. Estoy pensando que igual está puesto por el ayuntamiento porque (además de pasear) hacer, hace poco.

Este personaje encarna en su ser todos los estándares de calidad oportunos como vecino de una zona residencial en expansión. Residencial, ¡oju! Como tal, dio un paso trascendental a los pocos meses de mudarse a su nuevo hogar: hacerse con un perro. No digo comprar porque, con todo el cariño que terminan profesándole sus dueños, no creo conveniente resaltar que los que han hecho es pagar un dinero a cambio del animal como si fuera producto de supermercado. Mira que nosotros, ahora, nos hemos comprado un robot aspirador y le hemos puesto nombre y todo. Se llama Archi y en lugar de soltar pelos, los recoge. 


En la mayoría de los casos, la decisión es de dos porque, también en la mayoría de los casos, las relucientes casas a estrenar, son ocupadas por parejas jóvenes ávidas de experiencias. Cari, si nos hemos marcado el objetivo de cumplir con todos los pasos de la estipulada cadena evolutiva, el perro es el primer eslabón en la construcción de la vida en familia. De hecho, ya no se lleva tener un perro. Ahora, lo que lo peta es tener un mínimo de tres. Eso supone que, para vivir en un piso corriente y moliente, el peso de los animales no puede pasar de los 2,5 kilogramos por cabeza. Una verdadera lástima. Lo mismo debe pensar este vecino mío porque solo tiene uno y, además, grande y robusto. Tanto que debe pesar bastante más que él.

Uno de los inconvenientes propios de convivir con este tipo de mascotas es sacarles a la calle para que hagan sus necesidades varias veces y en horas bastante dispares. Mi vecino no tiene ningún problema con esto. Igual, le saca a mear ciento cuarenta veces al día. Me imagino, que alguna vez, es el propio perro el que le mira con ojos de súplica para que se quede tumbado en el sofá viendo el fútbol. Pero lo tiene difícil porque su dueño es de los que se sienta en una terraza el viernes por la noche y se pide una Fanta de naranja. Dicho esto, poco más se puede añadir.

Y así empezó todo, con un perro. Pero el tiempo pasa y las familias tienen que seguir avanzando hasta llegar al desarrollo pleno. Desconozco si la parejita pasó por el altar como marcan los cánones, si el can estuvo presente en el enlace o si lo dejaron con esos amigos que, lamentablemente, no estaban en la lista de 328 invitados. Pero lo que está claro es que después del perro, vino la adquisición del carro de paseo y, con él, el niño que va dentro. Y ahora sí, se convierten en la familia perfecta.


La realidad es que, si sales a pasear por mi barrio, podrás toparte con tres tipos de familias (seres solitarios hay muy pocos): las que pasean perro (están empezando), las que pasean niño (han pasado del experimento animal y han ido directamente al ser humano) y los que, como nuestro protagonista, no renuncian a nada y lo quieren todo. Ay Dios, y que no se me olviden las embarazadas, están por todos lados. Algunos acompañan, también, a sus padres y, por ende, abuelos de las criaturas hasta el metro a eso de las nueve de la noche después de una jornada intensiva de servicio de nanny. Todo muy ideal.

Y luego están los seres totalmente desentonantes como mi propia persona. Baste con un ejemplo: tengo la osadía de salir a correr por el barrio con el plus de sortear cánidos, cochecitos de bebé y niños ya capaces de montar en bici o patines. Me lo ponen difícil, sí.

Como todos saben, en verano hace calor y, a mí que me gusta enseñar, voy con lo justo y necesario para la práctica deportiva. Ellos me miran por el rabillo del ojo mientras sujetan la correa del perro para evitar que se me una en la actividad del correr por correr sin perseguir ningún objetivo propia de los seres irracionales. Ellas prefieren mirarme directamente sin disimulo pero con algo de resquemor a la vez que empujan su carrito Bugaboo de 1.000 pavos que, dentro de poco, venderán por Wallapop. Menos mal que no saben que con la pasta que ellas se han dejado en el carro, otras viajan, comen, beben, compran trapitos varios e ilustran sus mentes estudiando una segunda carrera. También trabajan en empresas medio qué y hablan inglés todos los días.

A muchas, todavía les queda el consuelo de pensar que para estar prieta y turgente me pego el día corriendo y comiendo lechuga. Bendita ignorancia. Desde luego, mejor no saber.

Por supuesto, todo muy respetable.



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